sábado, 29 de agosto de 2009

Danza de muerte

Extendió sus alas y dirigió su mirada al horizonte, el cielo era de un tono azul impresionante y las nubes como sueños de algodón blanco se juntaban con el azul infinito. La brisa fría y refrescante golpeaba suavemente su rostro y esa sensación de paz podía llenar un mar entero.

Los tonos dorados como finos hilos de oro atravesaban su cuerpo viniendo desde el azul y finalizando en los copos blancos, aquella escena celestial era como aquel beso soñado a esa persona que se creyó perdida, era como el reencuentro de un alma que se mantuvo en fuga y que regresó por fin a la calidez de su hogar.

Felicidad, que extraño sentimiento que da esos tonos dorados, por más que se busca el temor y la desesperanza no pueden superar el azul de ese cielo y el blanco de esa paz. Esa luz brillante en el horizonte ciega la mirada pero no produce dolor, es una luz que da calor y que genera una increíble compasión.

A lo lejos se divisan unas figuras humanas, las alas se agitan más fuerte y más fuerte aumentando la velocidad, la luz se hace cada vez más brillante y la brisa más fresca, el azul intenso se comienza a mezclar con el blanco perfecto haciendo sobresalir cada vez más esas imágenes.

El corazón late con fuerza, con una emoción ya olvidada, las imágenes poco a poco van tomando más forma y parecen ser conocidas: un hombre y una mujer adultos, dos niños y...y tu. La otra figura era una mujer joven, era ella.

El corazón parecía salirse del pecho, estaban a pocos metros. Mi padre, mi madre, mis hermanos y tu. De repente un pequeño dolor empezó al costado pero no era importante, las alas se detuvieron y caminó lentamente, el rostro de su madre y sus hermanos era triste y suplicante, su padre lo miraba con compasión y su ceño estaba fruncido y la mujer joven lloraba con aquellos ojos tristes y serenos. El extendió sus brazos mientras ellos lentamente fueron girando hasta darle la espalda por completo y emprendieron la marcha.

El dolor se hizo más intenso y un grito desgarrador traspasó el silencio, el suelo se tornó rojo y el cielo gris oscuro, sus alas cayeron desapareciendo en el aire, las imágenes se fueron poco a poco desvaneciendo, el samurai los llamó con desesperación y sus manos se cerraron desesperadamente como hojas de papel al arrugarse en el fuego. En la cintura de su padre estaba la vaina más no la espada... las imágenes desaparecieron del todo.

El suelo estaba cubierto de sangre y cuerpos, su cara teñida de muerte, el cuerpo aún tembloroso y agitado cayó de rodillas. Una espada rota traspasaba su costado derecho, el samurai tomó ese pedazo de metal y lo arrancó de su cuerpo con furia. El grito de una animal herido recorrió la distancia, sus compañeros atemorizados dieron un paso atrás y levantaron sus espadas en señal de triunfo más nadie se acercó al samurai, temían a su estado de trance y a aquella conocida locura que cada vez era más frecuente y evidente, pero qué importaba? cada vez parecía ser más fuerte e invencible.

El samurai tomó su espada y mirando al cielo la ofreció al vacío, y mientras lloraba dijo en voz baja: padre, mi amado padre, éste metal es cada vez más pesado y ésta carga cada vez más insoportable. Una brisa suave recorrió la espada hasta tocar su mano, el samurai se puso en pie y secó sus lágrimas.

Aquella danza de muerte le daba cada vez más poder y lo intoxicaba con visiones que lo alejaban momentáneamente de su dolor solo para entregarlo más a esa ingrata desesperanza.

martes, 18 de agosto de 2009

Visiones

La luz del sol empezaba poco a poco a invadir la pequeña estancia, ahuyentando a los tonos grises y al frío que la envolvía.

En su lecho el samurai contemplaba una vez más la luz del día, aferrado a su espada como cristiano que agobiado y atormentado se aferra a su crucifijo. No podría decir que tenía miedo, ese era un sentimiento exclusivo de aquellos que se aferraban de alguna forma a la vida, solo podía sentirlo aquel que tenía alguna ilusión o misión, aquel que guardaba alguna esperanza. Más bien su ira era tal que no podía manifestarse de otra forma, necesitaba de ese frío metal oculto en una vaina como aquella planta del desierto necesitaba de una gota de rocío en un inmenso mar de sequía.

Sus noches eran largas ya que casi no dormía, sus ojos afiebrados ven fantasmas, esos cientos de rostros que nunca lo dejan en paz. Sólo esa espada lo mantenía con vida, de alguna extraña forma lo ataba a sus recuerdos que por breves momentos lo apartaban de la realidad, era en esos instantes cuando su cuerpo lastimado descansaba.

Desenvainó un poco su espada como para comprobar que aún seguía ahí, los ojos se tropezaron con su propio reflejo en aquel oscuro y lustroso metal. Un escalofrío recorrió su cuerpo, aquellos ojos no eran distintos a los muchos que su espada apagó, por un momento sintió miedo de aquella mirada fiera que al igual que la Medusa quedaba destruida con su propio reflejo, miedo a tener que enfrentar algún día al mortal destello que lo liberaría de su condena, miedo de enfrentar talvez algún día a la vida sin tener que acabar con otra.

Miedo...qué extraño sentirse aferrado a algo, sentir calidez humana.

La espada volvió a ocultarse y el samurai se puso rápidamente en pie, la dejó en un rincón y abrió la puerta. El sol inundó la estancia con una claridad que ya no recordaba, el viento era cálido y con aroma, todo parecía tener nuevos colores. Salió, respiró profundamente, caminó unos cuantos pasos y sonrió, de repente todo se ensombreció de nuevo, corrió al interior de la estancia y levantó con prisa su espada sintiendo inmediatamente como el poder de esa droga le invadía el cuerpo de nuevo, una droga que lo hacía ir muriendo poco a poco para mantenerse con vida.

Esta es otra de esas visiones del pasado, el recuerdo de cosas que ya no existen, todo aquello que amó ya esta muerto y el mundo que habita es otro. El samurai no se permitió soñar...